1 de abril de 2018

Casa de muñecas


Para hacerme la realidad más soportable, a veces pienso en mi vida como un teatro interpretado en una casa de muñecas. Me levanto, voy a clases (cuando me digno a hacerlo), tomo apuntes y bromeo con mi compañeros de universidad. Después tomo el autobús y vuelvo a casa. Paso entre mis familiares y me encierro en mi habitación. Y a veces, solo a veces, días como hoy, en la oscuridad de mi habitación, vuelvo a este lugar. Y por mucho que odie reconocerlo, siento que estoy en casa. Que puedo quitarme los disfraces y dejar de decir que todo está bien o que me lo paso genial.

Intento llenar todo el tiempo que puedo para evitar pensar. Pero hay días en los que inevitablemente paro un momento, y las ganas de morir me azotan. Es una fuerza que a veces no puedo controlar. Me supera, y mi voluntad flaquea.

Pienso que el mundo sería un lugar mejor sin mi. Si dejara de existir todas mis mentiras, mis miedos y mis fracasos se harían ceniza conmigo. En el campo yermo que dejaría tras mi muerte volverían a florecer las amapolas. Intento ser objetivo y pensar en ello fríamente. Y me resulta inevitable llegar siempre a la conclusión de que no soy más que una carga para la gente que aprecio.

Me fascina el concepto de muerteLa muerte suele estar presente en mis pensamientos. No hay día en que no piense en ella. La separación del alma y el cuerpo. A veces pienso en ella como el cénit de nuestra existencia. Y pienso que no habrá más que un vacío oscuro tras ella, pero lo imagino lleno de paz. No existen ganas de morir cuando ya estás muerto, ni gritos en tu cabeza cuando literalmente no tienes cabeza. Y por supuesto, estos escombros que tengo como cuerpo ya no me acompañarían nunca más. Mis ojos verdes se cerrarían y dejarían de mostrar mi alma tras las pupilas.

Mi psicóloga cree que no tengo motivación por nada. Y tal vez eso sea cierto. Tal vez simplemente no me quedan ganas de volver a arrancar mi vida y me he quedado atrapado en unos puntos suspensivos que no consiguen mutar ni en un punto y a parte ni en un punto y final.

Hay días en los que me siento vivo, en los que creo que todo puede cambiar, que puedo llegar a ser una persona de la que me siento orgulloso. Pero esos días cada vez son más difusos, más borrosos, más efímeros.

A veces intento arrancar, vuelvo a ir a clases, donde ya hace tiempo que no me ven el pelo. Llamo a viejos amigos a los que hace tiempo que no veo. Empiezo a hacer cosas que me gustan o creo que me gustan. Pero al día siguiente la motivación se ha consumido como la mecha de un petardo mojado, que arde pero no llega a provocar una explosión.

Me siento frustrado por no ser capaz de salir de mi propia burbuja, de tener que odiar para poder amar, de ser incapaz de reconducir mi vida. De no poder cambiar lo que soy. Daría lo que fuera por ser una persona diferente. Por volver a tener ganas de vivir, de reír, de hacer cosas y de ser capaz de amar y de dejarme amar. De derrumbar todas esas barreras que todos dicen que tengo. De quererme un poquito por quizás primera vez en mi vida. O por tal vez simplemente ser capaz de explotar la burbuja en la que me encuentro con una cuchilla o una caja de pastillas.

Es irónico sentir que me encuentro atrapado en mi propia vida, en la casa de muñecas de la que soy incapaz de salir.

Sin embargo me aferro a la idea de que en algún momento dejaré de ser mi propia muñeca, que volveré al puesto de guionista que me corresponde por derecho. Que en algún momento conseguiré el control, que mientras exista aún existen posibilidades de cambiarlo todo.

Después de toda la mierda que he pasado en mi vida sería absurdo detenerse ahora.

Tal vez no tenga voluntad, ni amor propio, ni motivaciones. Pero soy obstinado como el que más.